La carne, una elección alimentaria en tela de juicio
El consumo de carne y su relación con la salud está siendo bastante cuestionado en los últimos años. ¿Son iguales todos los tipos de carne? ¿Qué son las carnes rojas, blancas y las carnes procesadas? ¿Qué hay de cierto en el alarmismo sobre cáncer y carne?
En 2015 la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) un organismo dependiente de la OMS emitió un informe en el que se clasificaba el consumo de carne roja como un elemento probablemente carcinógeno para los humanos y los derivados cárnicos como carcinógenos. El asunto generó un gran revuelo mediático, no tanto por el mensaje en sí, sino por la lectura descontextualizada que hicieron la mayoría de esos medios. Es cierto que los derivados cárnicos están incluidos en el mismo grupo de carcinógenos que el plutonio o que el tabaco, es cierto, pero a muchos se les olvidó citar que las bebidas alcohólicas, por ejemplo, también están en ese mismo grupo (que no en el de las carnes rojas). Como digo la interpretación mediática del informe fue todo un despropósito y aunque volvamos sobre el tema, sugiero seguir este enlace en el que de forma telegráfica se responden con la ciencia en la mano a varias de las dudas que generó aquella noticia.
No obstante, el tema del cáncer es solo uno, quizá el más visible, de las repercusiones negativas sobre la salud con las que se ha señalado el consumo de carnes. Pero la mortalidad total, la obesidad y la diabetes, como poco, también están al parecer implicadas. Por lo tanto lo primero que procede es definir los distintos tipos de carne y saber a qué nos referimos en concreto cuando citamos una variedad u otra.
Definiendo los distintos tipos de carne
Aunque hay cierto debate, la carne roja es aquella que se obtiene de las partes musculares de los animales mamíferos, la blanca la que no responde a esta definición (excepción hecha de la carne de roedores). Así lo defienden diversas instituciones, como por ejemplo la propia OMS, el Instituto Americano de Investigación del Cáncer, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) o el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA). Sin embargo y en nuestro país hay cierta controversia con esta definición al menos con lo que respecta a la carne de cerdo, y es que la interprofesional del sector INTERPORC, inició hace poco tiempo una campaña publicitaria en la que se exaltaban las virtudes del consumo de carne de cerdo y centraban dichas propiedades en que esa carne era blanca. Sin embargo, su único apoyo para así clasificarla era una presunta opinión de la Unión Europea de 2004 que jamás se ha vuelto a repetir. Así, ya sea por error o por los motivos que sea, todo el mundo incluida la UE (salvo en aquel documento) asumen que la carne de cerdo es roja.
Los derivados cárnicos o carnes procesadas por su parte, ofrecen muchas menos dudas a la hora de clasificarlos. Estos serían los productos elaborados con carne que han sido transformados mediante salazón, curado, fermentación, ahumado u otros procesos para mejorar el sabor o facilitar su conservación. En ello coinciden con pocas fisuras la OMS, el Instituto Americano de Investigación del Cáncer y la FAO quien además aporta una categorización de las carnes procesadas en base a los distintos procesos tecnológicos conducentes a su obtención.
Entonces, ¿cómo se deben consumir los distintos tipos de carne?
Antes de nada, es preciso dejar a un lado los alarmismos o las lecturas catastrofistas al respecto de un consumo racional de productos cárnicos mientras se tienen en cuenta su procedencia. El Ser Humano puede incluir la carne dentro de un patrón de alimentación saludable, al igual que, si quiere, pudiera prescindir de esta fuente de alimentos (los que siguen patrones vegetarianos o veganos) y se podría tener un patrón de alimentación igualmente considerado de saludable (teniendo una especial observancia con algunos temas nutricionales candentes).
Pero si de escoger un patrón de alimentación saludable se trata, la primera y más importante recomendación es aquella que hace referencia a la destacada e importante presencia de alimentos de origen vegetal fresco (frutas, verduras y hortalizas) que ha de caracterizar dicho patrón. Si se asume este punto de partida o esta primera norma ‘inalienable’ se tiene más de la mitad del camino hecho. La razón es que si este tipo de elecciones son mayoría, de todas las demás que quedan, estas serán minoría. Incluidas las carnes, claro.
Más en concreto, hay dos guías alimentarias que me gustaría que se tuvieran en cuenta para clarificar la presencia de carne en un patrón saludable. Una es la de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard, quien en el apartado de los alimentos ricos en proteínas aconseja limitar la presencia de carnes rojas y evitar la de carnes procesadas. Y la otra es la del Instituto Flamenco de Vida Saludable, quien muy en la línea de la anterior hace una brillante reinterpretación de la famosa pirámide de los alimentos y, poniéndola patas arriba, sitúa la presencia de carnes rojas en el vértice inferior de esta herramienta y coloca las carnes procesadas fuera de ella (junto a otros alimentos) bajo la leyenda “cuanto menos mejor”. Entiéndase que todo lo que está incluido en el triángulo invertido (pero no lo del círculo) es válido para ubicarlo en nuestro patrón dietético guardando las proporciones ya mencionadas.
La forma de cocinar la carne también es importante
Pero no todo depende de la naturaleza de la carne per se, el pronóstico de salud derivado de su consumo también está relacionado con la forma que tenemos de consumirla. Existen muy pocas dudas que los procesos culinarios que incluyen la aplicación sobre el producto de una fuente de calor especialmente intensa y cercana (brasas, parrilla, grill…) genera una serie de compuestos en la superficie de los alimentos (sean de origen cárnico o no) que están vinculados con el incremento del riesgo de algunos tipos de cáncer. Algo que también se ha puesto de relieve hasta cierto punto y con menos intensidad con el incremento del riesgo de diabetes de tipo 2 y obesidad.
En resumen, las carnes pueden estar presentes en nuestros platos sin que tengamos que vivir de forma hipocondriaca ante todos los males que de forma sensacionalista se le han atribuido en algunas ocasiones. No obstante, a la hora de articular un plan dietético hay otros factores más importantes por los que preocuparse (y que cumplir) antes que por la cantidad y naturaleza de las carnes presentes en nuestra mesas. Reducir su consumo frente al que actualmente se mantiene sería una buena medida, tanto por nuestra salud como por la del medio ambiente.
AUTOR:
Por Juan Revenga para la Fundación MAPFRE en su programa de Salud