Aproximación al consumo de los alimentos locales

Ahora que en muchos lugares del mundo el confinamiento ha obligado a que la compra de alimentos no sea la misma actividad rutinaria de siempre y que próximamente el final de éste también tendrá como consecuencia que tengamos que replantearnos muchos de nuestros hábitos incluidos los de consumo, nos parece una buena ocasión para revisar nuestra forma de comprar alimentos. Por ello en este artículo queremos repasar lo que pueden aportar los alimentos locales.

Consumir alimentos locales

El principal motivo de esta sugerencia es la salud pues en general los productos locales se recogen en su momento optimo y son más frescos, lo que supone que también son más nutritivos pues conservan mejor las vitaminas, minerales y otros macronutrientes que se degradan con el paso de tiempo, la exposición a la luz o el calor o con la manipulación. Frente a eso los alimentos que se traen desde lejos se recolectan antes de alcanzar su plena madurez, se conservan en cámaras frigoríficas y en su procesamiento se emplean más conservantes y otras sustancias químicas.

Ventajas para la salud y el medioambiente

Pero es que, además, el tratamiento que reciben esos alimentos provoca que pierdan una gran parte de sus propiedades organolépticas, es decir, el color, el sabor y el aroma que es característico de cada uno de ellos. Y lo que deberíamos plantearnos es ¿para qué queremos comer una fresa o un tomate o una manzana que no saben, huelen ni tienen la textura de lo que son?

Por otra parte, elegir la producción y el consumo local tiene la ventaja añadida de disponer de más variedades y que no sólo se tenga acceso a aquellas que sean mejores para su transporte y almacenaje. En vez de eso se tendría acceso a una mayor biodiversidad que incluiría vegetales y animales elegidos por su calidad nutricional o su sabor.

Además, con esta forma de proceder se lograría un importante ahorro de energía y de la consiguiente contaminación que acarrea el gasto de ésta. En ese sentido en Estados Unidos se ha calculado que un alimento traído de largas distancias tiene un gasto energético ocho veces mayor en su trasporte, almacenamiento y refrigeración que en su producción. También, como es lógico, en estos casos suele haber un mayor uso de embalaje y plásticos, que luego se convertirán en residuos. Asimismo, conlleva un incremento de las emisiones de dióxido de carbono, lo puede contribuir al aumento o empeoramiento de las afecciones respiratorias y, a un nivel global, el calentamiento del planeta.

El producto local también tiene la ventaja de que supone una contribución a la economía de la propia región: con él se está contribuyendo al crecimiento de los ingresos y el empleo en el entorno próximo. Está comprobado, por ejemplo, que realizar las compras en establecimientos locales genera aproximadamente el triple de ingresos en la economía de una localidad o región.

En la práctica

  • Se trataría, por tanto, de renunciar (o al menos reducir) el consumo de alimentos que se traen de lejanas latitudes o que están fuera de temporada (lo que obliga a importarlos de lejos o cultivarlos con medios intensivos). Para hacernos una idea del volumen que esto supone comentaremos que hace un par de años, en un país rico en producción agraria y ganadera como España, se importaban anualmente 25 millones de toneladas de alimentos. Por supuesto este no es un proceso que afecte sólo a este país, sino que se trata de un fenómeno internacional pues desde 1961 se ha multiplicado por cuatro el comercio de productos alimentarios en todo el planeta. Si fuéramos capaces de rastrear la procedencia de cada alimento que ponemos en la mesa en una comida diaria, como han hecho estudios en otros países, nos sorprenderíamos de la cantidad de kilómetros que saldrían.
  • Para lograr esta reducción sería necesario la práctica de una cierta contención personal para curarnos de esa especie de adicción a la variedad alimentaria que el marketing y la publicidad nos han impuesto. Esto no debería suponer un gran esfuerzo porque, como hemos comentado más arriba, esos alimentos viajeros tienen una baja calidad nutricional y unas cualidades gustativas y olfativas que dejan mucho que desear. Como afirma el cocinero Santi Santamaria “en aquella época no comíamos rambután, lichis, frutas de la pasión, guayabas, mangostanes, mangos y demás frutas tropicales que hoy se encuentran en los mercados occidentales. Tienen en su apariencia las mismas cualidades que las que podemos saborear en sus países de origen, pero sabemos que el transporte, por rápido que sea, y la mínima manipulación indispensable para su conservación y embalaje alteran sus propiedades originales y su frágil naturaleza, que se lo que les aporta el sello de excelencia. Así pues, el precio de estos productos extravagantes y exóticos suele ser inversamente proporcional a su autenticidad y, por ende, a su calidad. Una cocina sostenible no se construye a base de piñas o fresas que viajan en avión”.
  • Un cambio más de fondo y, por tanto más duradero, consistiría en dejar de ver la comida como una mercancía más en la que hay que ahorrar para concebirla como una inversión en salud. De esa forma no sólo mejoraríamos nuestra calidad de vida en el presente, sino que nos ahorraríamos enfermedades, dolencias y achaques en el futuro.

En conclusión

Queremos dejar claro que el hecho de que un alimento sea local no supone en absoluto que sea intrínsecamente bueno, sino sólo constituye un criterio más a tener en cuenta a la hora de elegir lo que adquirimos. Como es evidente, aunque un alimento haya sido cultivado o criado a la vuelta de la esquina no será recomendable si en su producción se han empleado medios inapropiados o insanos: fertilizantes, plaguicidas, antibióticos, o cría intensiva.

Hecha esta salvedad volvemos a apostar por un consumo de proximidad y confianza que conceda prioridad al sabor y al color local. Y terminamos el artículo citando a Vázquez Montalbán que en una de sus obras escribió:

“nada hay tan reconfortante como comer y beber lo que producen los cuatro horizontes que te rodean”.